lunes, 17 de noviembre de 2014

Perdida, lo más sencillo es, sin duda, lo mejor


Info|krisis.- La filmografía de David Fincher tiene algunos éxitos clamorosos, películas siempre extrañas y que dejan cierto impacto en el espectador: Alien de 1992 fue una de ellas, El Club de la Lucha filmado en 1999, otra, o El curioso caso de Benjamin Button (2008), por citar sólo uno ejemplos. Cuando Fincher abordó la filmación de Perdida daba la sensación de que se trataría de otra película de este tipo: extraña, brillante, curiosa, de argumento inesperado, con giros bruscos y sorpresas conmovedoras. Hay algo de eso, pero sin pasarse y casi a título póstumo.

Clasificarla como “drama” indica algo; drama policíaco supondría decir bastante más de ella. Y si añadimos que la trama se centra en torno a la afamada figura cinematográfica del “psico-killer”, sin duda redondearemos el género en el que se puede clasificar esta cinta. Sin embargo, hoy, está todo inventado. Es difícil, rizar el rizo y hacer algo original en estos terrenos tantas veces trillados. Cada vez cuesta más encontrar algo que no haya estado presente antes en otra producción y que el espectador nunca haya visto. Fincher lo había logrado antes, pero a medida que pasa el tiempo, da la sensación como si los buenos y grandes guionistas abandonaran el cine y se orientaran más bien a las series televisivas (en donde hoy se están filmando verdaderas maravillas. Recomendamos Boarwalk Empire o True Detective, Broardchurh o Fargo, cada una de las cuales deparará al espectador entretenimiento y si les puede ver sin publicidad, mucho mejor).

Perdida (estrenada originalmente como Gone Girl) es una película entretenida pero excesivamente retorcida, especialmente en el último tercio de su metraje. Hubiera sido mucho más eficaz hacer que la protagonista muriera al cabo de la primera hora y por terminada la cinta, en lugar de las constantes piruetas y saltos mortales por el que Fincher lleva a un espectador cada vez más sorprendido, pero también progresivamente más escéptico sobre una trama tan imposible que los cabos sueltos se acumulan hasta un final que tiene bastante de decepcionante, algo más de increíble y, sin duda, demasiado de artificial.

Hay algo de Hitchcock en esta cinta (por su intento de estudiar la personalidad del delincuente, quizás del último Hitchcock, el de Frenesí), especialmente en el sondeo psicológico sobre la protagonista femenina, pero también de Fritz Lang en su insistencia en la figura del “falso culpable”, el hombre inocente que es acusado por todos de un crimen que no ha cometido. La elección de los papeles protagonistas para encarnar a ambos personajes no parece mala a tenor de lo que hay hoy en el mundo de Hollywood.

Rosamund Pike tiene todavía una carrera desierta de premios de interpretación, a pesar de varias nominaciones por sus papeles en las veinticinco películas que ha filmado desde 2002. Es una cara de esas que “suenan” al espectador pero que hasta ahora no le han llamado poderosamente la atención. Si Fincher la ha elegido para el papel es, seguramente, porque tiene un largo recorrido por delante, pero también por la sorprendente facilidad con la que consigue pasar de una cara angelical a la del diablo en persona en apenas fracciones de segundos. Algo que no ocurre, precisamente con su oponente, Ben Afleck, actor hoy más que consagrado, pero cuya expresividad facial es la propia de un monolito de Tiwanaco. Cuando vimos por primera vez a Afleck en Shakespeare in love (1998) pensábamos que el tiempo mejoraría sus carencias interpretativas. Hoy, debemos reconocer que aquella aparición como actor secundario, recitando algunas estrofas de Romeo y Julieta, ha sido lo mejor de su carrera. Y si tuviéramos que añadir algo más, seguramente recomendaríamos las tres entregas de Jay y Bob el silencioso en las que aparece que, al menos tienen a bien, hacer reír con un humor salvaje, extraño y extremo. En el resto de papeles no luce con luz propia y sería intercambiable por cualquier otro tronchamozas hollywoodyense. Argo, en cualquier caso, lo sitúa con más posibilidades como director que como actor.

Sin duda el papel más increíble es el desempeñado por Neil Patrick Harris, coprotagonista de Cómo conocí a vuestra madre, y no solo porque sea gay, sino porque su “pasión” al hacérselo con Rosamund Pike está a la altura de lo que puede sentir un pekinés deseando a una mastina siberiana. Una oportuna efusión de sangre, evita males mayores. Patrick Harris y su parejo han sido, por cierto, padres de una pareja de gemelos… según cuentan las crónicas de Hollywood, tierra pródiga en numerosas destilerías de bilis.

Hay que añadir que buena parte de los actores secundarios son fácilmente reconocibles por su aparición en series televisivas de mucha audiencia. Aparte de Neil Patrick y su insoportable serie, el espectador podrá reconocer a Sela Ward, macizorra madura de buen ver de CSI-Nueva York, Missy Pile la “señorita Pasternack” de Dos hombres y medio y algunos más.

Esta película, en el fondo, nos lleva hasta el drama del cine moderno. En los cien años de historia del cine y en los casi noventa de cine hablado, se han filmado historias y más historias. Decenas de miles en realidad. Es una pena no poder saber cuántas cintas exactamente han salido de las mesas de montaje. Poco a poco el margen para lo original se ha ido achicando. Hoy, el que una cinta logre sorprender se debe a las habilidades interpretativas de sus protagonistas (lo cual no es el caso de esta cinta en la que los actores, simplemente, cumplen), a lo adecuado del casting (aceptable en los papeles secundarios y mejorable en los principales), al guion (excesivamente retorcido y que hubiera valido más simplificar especialmente en su último tercio), al montaje (demasiado flash-back en los dos tercios iniciales de la película), a la banda sonora (modesta, tirando a irrelevante), o a la habilidad del director (buena en este caso). La película no aburre, harina de otro costal, es que convenza. No divierte, pero entretiene. No se nos hace insoportable, pero tampoco nos fascina. Nos mantiene atentos para ver cómo acaba la cosa; lo que no es poco. Y esto es lo malo: que no acaba de las diez o doce maneras que podemos intuir, sino con el final más increíble posible.

Los temas agotados, los actores de carácter más raros que un cuervo blanco (iba a escribir que un negro pecoso, pero lo he repensado), el espacio para construir guiones originales reducido, el séptimo arte superado en volumen de movimiento económico por las producciones de videojuegos, asaltado por la piratería, abandonado por los espectadores en las salas (repletas de maleducados con móvil, palomiteros con sobrepeso, niños hiperactivos, padres apáticos, maduras parlanchinas, en medio de un aroma hecho a partes iguales de olor corporal, ambientador de baratillo y perfumes misérrimos importados Gao-Ping, y algún que otro pedo), con videoclubs en bancarrota y con directores, guionistas y actores consagrados, migrando hacia las teleseries… tal es la situación de la “industria del cine”.

Por ello da la sensación de que el cine está viviendo un período crepuscular y que el espectador apenas puede hacer otra cosa que contentarse con no aburrirse demasiado y mantener la atención hasta el final. Si va acompañado, esta película, al menos le proporcionará motivos de conversación (la dureza de la vida en pareja es uno de ellos). Si va solo, le convencerá de lo bueno de seguir en ese estado de single no sea que al final uno se despierte con el estigma del “falso culpable”, sino con un hacha clavada en la cabeza. En definitiva, que se entretendrá lo justo y necesario. Nada más.


© Ernesto Milá – info|krisis – infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.