viernes, 24 de abril de 2015

Alain de Benoist: casi como de la familia


Info|krisis.- Este artículo forma parte de una obra recopilatoria sobre Alain de Benoist. Para evitar realizar una glosa entusiasta de este autor (los grandes intelectuales aborrecen los elogios en tanto que refuerzan su ego), me limité a explicar lo que la obra de Benoist a supuesto en mi formación intelectual. Ni podía hacer otra cosa, ni siquiera estaba predispuesto a escribir otra cosa. Parece como si a la hora de glosar a un intelectual hubiera que tratar de estar a su altura y hacer gala de una sofisticación intelectual que pusiera el comentario a la altura del autor. Más modesto en mis aspiraciones me he limitado a juzgar y personalizar la obra en función de lo que ha representado para mí y para el tiempo que me ha tocado vivir. El libro se ha publicado recientemente, así que ahí va mi aportación.


Alain de Benoist, casi como de la familia

Servidor que va ya por los 62 años, pertenece a una generación que cuando tenía 15 ó 16 años discutía sobre Marcuse y sobre estructuralismo, descubría los clásicos del socialismo utópico y los alternaba con la lectura de José Antonio Primo de Rivera y de Ramiro Ledesma. En aquella época y hasta que llegué a la edad de Cristo, era muy fácil ser marxista. Todo el mundo lo era, especialmente en la Universidad y para cualquiera que se preciara de tener un mínimo de cultura, parecía un desdoro declararse antimarxista.

Hoy, cuando hace tres décadas que el marxismo ha entrado en el basurero de la historia, resulta muy difícil explicar cómo eran aquellos años y el clima cultural que se respiraba en el tardo–franquismo. Los kioscos de las Ramblas barcelonesas, que hoy apenas venden otra cosa que gadgets para turistas, a partir de 1968 solamente mostraban libros de orientación marxista. Fue allí donde compramos la edición de 1967 de ¿Fascismo en España? seguido por el Discurso a las Juventudes de España, de Ramiro Ledesma, publicado por una editorial de izquierdas… No se había traducido ninguna obra de Evola, los textos de Carl Schmitt, como todos los títulos publicados por la Editora Nacional (ente dependiente del régimen franquista) pasaban casi como clandestinos. Digámoslo claramente: el tardo–franquismo fue un erial cultural. O, al menos, yo lo recuerdo así. En ese erial descubrí la obra de Benoist. Una bendición. Sus escritos se han  convertido en una de mis lecturas habituales.


Me permitiréis que recuerde las etapas en mi formación cultural: me nutrí inicialmente de los clásicos del no–conformismo (llamémoslo así) español de los años 30: desde José Antonio a Ledesma, de Unamuno (aquella inolvidable Vida de don Quijote y Sancho) a Ortega (ese liberal alarmado por la deriva de las sociedades modernas). Leyendo a Pauwels y Bergier me enteré de la existencia de un tal “Guénon”. Arrojé a la basura a los autores de El retorno de los brujos y me apresuré a la lectura de René Guénon, deplorando a sus sectarios. Un amigo italiano que entonces publicaba una pequeña revista ciclostylada en Florencia, Marco Tarchi, me envió el texto de Orientamenti y fue así como llegué a conocer la obra de Julius Evola justo por el mejor lugar para penetrar en ella, ese pequeño folleto repleto de “afirmaciones absolutas y negaciones soberanas” que descifré diccionario en mano. Y un buen día, en una librería de viejo vi un libro que me compré sin conocer a sus autores y sin que el tema me interesara mucho, sólo porque pertenecía a una colección –Collection Action– de la que había leído ya varios títulos. Era Le courage est son patrie, firmado por François d’Orcival y Fabrice Laroche. Era una colección de relatos sobre los años de lucha por la Argelia Francesa. Era, una exaltación a la militancia política.

No creo desvelar, a estas alturas ningún secreto, si recuerdo que uno de los seudónimos de Alain de Benoist es, precisamente, “Fabrice Laroche”. Así pues, éste fue el primer título que leí de nuestro autor, en un tiempo en el que apreciaba especialmente la literatura activista y exaltada de José Antonio y de Ramiro Ledesma, cuando ya había descubierto la obra del “primer” Jean Thiriart publicado en España con el peregrino nombre de ¡Arriba Europa!

En aquellos años de juventud, mi orientación personal giraba en torno a dos ejes: encontrar argumentos para defender una opción que, en aquella época, era fundamentalmente instintiva, mucho más que razonada; y, en segundo lugar, vivir la exaltación propia de la militancia política juvenil. Quien no ha pasado por ese período en el que arde el cerebro y el corazón, se ha perdido lo mejor de la juventud. Sólo el descubrimiento del primer amor puede ser tan arrebatador como la asunción de un ideal.

Benoist lo había descubierto antes que yo. Veinte años nos separan, así que pertenece a la generación anterior a la mía. Su prueba de fuego había sido Europe Action (cuya colección completa pude leer en casa del que fuera fundador de CEDADE, Ángel Ricote) y la Fédération d’Étudiants Nationalistes. La juventud parece siempre inequívocamente unida a los errores y el militantismo es una etapa de la vida en la que se permanece todavía muy alejado de la política real y, por tanto, se es proclive a errores de apreciación y a valoraciones todavía no suficientemente objetivas de la realidad. Menciono esto para recordar que varios de los rasgos que luego estuvieron presentes en la formación de la “nouvelle droite” ya estaban, al menos en potencia, contenidos en algunos de los artículos de Europe Action.

Debió ser hacia 1970 cuando pedí algunas revistas de Nouvelle École. Vale la pena mencionar que el primer número, cyclostilado toscamente, había aparecido en junio de 1968, cuando las brigadas de trabajadores todavía estaban restaurando el pavés levantado durante las barricadas de mayo. En aquellos primeros volúmenes había “respuestas”, encontré nombres, referencias, orientaciones, en definitiva. Supe entonces de la obra de Jacques Monod y, a partir de ahí, ya era posible criticar algunas de las tesis del materialismo científico. Supe de la obra de Luis Rougier y con él desapareció mi cristianismo, ya por entonces muy tibio. Y supe también lo que era el “arraigo”. Una de las pistas me llevó a Moeller van den Bruck, otra a Armin Mohler, imprescindible para poder encuadrar al primero dentro de la “revolución conservadora”. Redimensioné a Nietzsche. Devoré a Lorenz y a Ardrey. Recordé los nombres de Pareto, Mosca, Burnham, que más adelante leería. Y a Arthur Koestler. Supe apreciar el valor de la genética y pude discutir con mi padre sobre Teilhard de Chardin.

Desde entonces tengo a Benoist por un gran divulgador. Creo que era Drieu el que decía que “intelectual no es aquel que piensa, sino el que hace del pensar una profesión”, y lo decía con una hostilidad no disimulada, como si el ejercicio de una profesión y vivir de ella fuera algo poco honorable. Cosas del pobre Drieu. Pero es rigurosamente cierto que Benoist ha hecho del pensar una profesión y que hay que agradecérselo. A muchos nos hubiera costado mucho más de haber llegado a todas la fuentes culturales que Benoist nos ha ido indicando desde hace casi cincuenta años de no ser por su titánico trabajo de compilador, analizador, transmisor y difusor de autores, con cierta frecuencia, difíciles y que, en principio uno no estaría dispuesto a asociar con la familia de pensamiento que ha elegido.

Creo que este aspecto de divulgación y difusión es, con mucho, el más interesante en la obra de Benoist. No creo –si no lo digo, reviento– en la “lucha cultural”, ni mucho menos en el “gramscismo de derechas” que creo, incluso, que su propio impulsor allá por los años 70-80 tiene ya superado. El gramscismo pudo existir porque antes existía un Partido Comunista de Italia que difundió sus tesis y del que él era Secretario General y antes que él, existieron un Lenin y un Trotsky, y antes aún un Carlos Marx que, es bueno no olvidarlo, no solamente fue el intelectual que redactó el Manifiesto Comunista, sino que también fue militante y que trabajó en la construcción de una organización política, la Asociación Internacional de Trabajadores. Sólo después de disponer de un sólido cuerpo doctrinal, de unas estructuras militantes, puede pensarse en realizar “lucha cultural”; pensar que ésta puede irrumpir a partir de un núcleo, el GRECE, y por el mero hecho de su dinamismo, lograr paralizar los engranajes culturales que ejercen como puntales para el mantenimiento del “sistema” de valores, me pareció siempre algo extremadamente optimista por parte de Benoist. El marxismo ha caído, salvo en China, en donde la asignatura de “marxismo–leninismo” sigue siendo obligatoria en las universidades y en donde los altavoces de los campus lanzan continuamente consignas políticas… porque allí existe un “poder” que avala una ideología ya caída en el resto del mundo. No fue la “lucha cultural” la que destruyó la URSS, sino las huelgas de los astilleros de Danzig y sus consecuencias, el empantanamiento de Afganistán, la imposibilidad de alcanzar la altura del listón armamentístico con la Guerra de las Galaxias impuesta por Reagan y un papa polaco, los que contribuyeron a debilitar la cadena de alianzas defensivas de la URSS, hacer inviable su economía y, finalmente, caer.

No fue ni siquiera la pérdida de la iniciativa cultural lo que hizo que el franquismo entrara en vía muerta, sino el incipiente capitalismo español creado en la década de los 60 y que, a partir de la crisis mundial de 1973, necesitaba nuevos mercados para exportar la abundante superproducción de manufacturas. Y para ello era preciso retorcer el régimen y desviarlo hacia las democracias “a la occidental”, entrando en la OTAN y en la entonces llamada “Comunidad Europea”. Entender todos estos procesos es negar la eficacia al “gramscismo de derechas”.

He puesto este último ejemplo porque en su primera época, la asignatura pendiente de la “nouvelle droite” era la economía. Y no será sino hasta un tiempo muy tardío cuando sea Benoist quien dedique algunos artículos a Hayek y a la crítica del neo–liberalismo. Si Benoist hubiera realizado un análisis económico a finales de los 60 o cuando concluyeron en 1973 “los treinta años gloriosos”, probablemente hubiera llegado a la conclusión de que en la modernidad, la cultura va a remolque de la economía. Si en 1973 hubiera atribuido a La era tecnotrónica de Brzezinsky la importancia que merecía se habría anticipado a la evolución de las sociedades capitalistas y a la irrupción posterior del neo–liberalismo, habría dado mayor importancia a la industria del entertaintment en un momento en el que podía preverse la devaluación de “lo cultural”. A pesar de que en los años 70, Benoist estudió en diversos artículos la pedagogía, no recuerdo –y que me disculpe si me equivoco– que previera el hundimiento de la educación y su reducción a mera fórmula de almacenamiento de los hijos en horas laborables de los padres. No hace falta ser marxista para advertir hasta qué punto la economía pesa en nuestro presente. Hoy, si el sistema mundial es inviable y si la globalización constituye una amenaza para todos los pueblos (incluso para los que hasta ahora se benefician de ella), es porque la economía se ha convertido, no en nuestro destino, pero sí en la primera amenaza que pende sobre nuestra cabezas.

La debilidad de la “nouvelle droite” (¿o es que todo tienen que ser alabanzas, loas y glosas? ¿Es que los Pepitos Grillos no son necesarios mucho más que las “adhesiones inquebrantables” y los aplausos sincopados a la soviética?) consiste en no haber sido explícita en un elemento esencial: definir claramente y sin matices, ni dudas, cuál era, cuál podía ser, cuál debía ser, su opción política. Marx enseña que la formación ideológica y la construcción de la herramienta política (la Internacional), preceden a la “lucha cultural”; sin ambos elementos, la “lucha cultural” se realiza en el vacío y termina convirtiéndose en mero ejercicio intelectual, una moda, o como ha terminado ejerciendo Benoist en actividad propia del divulgador que tamiza, adapta, presenta, analiza, distintas corrientes de pensamiento que van apareciendo.

Me di cuenta de esto cuando traduje la obra de Benoist sobre el decrecimiento. Benoist había realizado un portentoso trabajo de selección de fuentes originales (lo que no es fácil en tendencias que están de moda: hace falta velocidad para identificarlas, capacidad para sintetizarlas y basamento cultural suficiente como para poder juzgarlas) que permitía, con la mera lectura de su obra y el seguimiento de las referencias que daba, participar en tertulias, debates, escribir artículos en revistas y blogs, sobre la materia. Y esta tarea es algo que algunos agradeceremos siempre a Benoist y justo por lo que lo hemos considerado desde principios de los años 70, uno de nuestros “maestros de pensamiento”.

Se me ocurre una observación a efectos de deshacerme de esa sensación que tengo de malestar al no compartir algunos puntos de la obra de quien me han pedido un comentario. Me explico: somos hombres libres, incluso con cierta capacidad de discernimiento. No somos de los que veneran libros sagrados, ni se inclinan ante sumos sacerdotes, no adoramos símbolos, ni rostros. Simplemente nos interesa nuestro tiempo, las ideas que lo recorren y aquellos que formulan ideas para rectificarlo. Quien suscribe estas líneas tiene el “corazón partío” en dos escuelas de pensamiento: el tradicionalismo evoliano y la “nouvelle droite”. A pesar de que Benoist haya publicado algún ensayo sobre Evola, e incluso las Éditions Copérnic dedicaran un volumen a su figura, ambos estilos de pensamiento son, en el mejor de los casos, paralelos y en absoluto convergentes. Para la “nouvelle droite”, la obra de Evola, considerada en su integralidad y no solamente en su parte política (Los hombres y las ruinas y El fascismo visto desde la derecha), sería una forma de “pensamiento mágico”. Para Evola, la “nouvelle droite” no pasaría de ser una forma de modernidad atenuada, pero modernidad al fin y al cabo. Solamente las “sectas” excomulgan a quienes no piensan como ellos. Y no se puede reprochar que algunos lectores de Benoist o de Evola,  se hayan excomulgado unos a otros.

A este respecto y en lo personal, creo que un tren es mucho más seguro que un mono–rail. Avanzar sobre dos vías en la crítica a la modernidad, permite una mayor visión de lo que rodea. Y en este viaje en la noche oscura, ocasionalmente, se perciben islas de claridad tanto en el lado del pensamiento de Benoist como en el de Evola. Sentiría que me faltan instrumentos de análisis y comportamiento (de “estilo”) si tuviera que renunciar a alguno de estos dos raíles, pero también es cierto que sería imposible asumir a ambos en su integridad, sin caer en contradicciones.

Una de las obras de Evola tiene un título evocador (aparte de la riqueza de los ensayos que contiene): El arco y la maza. El título, en cualquier caso, es opaco si se hace abstracción de la utilidad de cada una de estas armas: el arco sirve para abatir objetivos lejanos, la maza para golpear lo que está próximo. Me armo con el pensamiento evoliano cuando intento entender el pasado más remoto y percibir el futuro lejano de nuestra civilización. Tiendo a armarme con los análisis de Benoist, especialmente en temas más inmediatos (la ecología, la crítica al neo–liberalismo o a la conspiranoia, apreciaciones sobre política internacional, sobre la evaluación de los distintos movimientos culturales, sobre nuevas corrientes, etc.). Y, finalmente, en lo que se refiere al “estilo” (Benoist utilizaba en los 70 aquella frase rotunda de “el estilo es la vida”), creo que ambos van por la misma dirección, si bien Evola insiste en algo precioso, la necesidad de una introspección y un viaje a los estratos más profundos de nuestro ser (la tradición ofrece vehículos suficientes para quien quiera realizar tal viaje), pero el modelo humano que proponen ambos autores no difiere.

Hay algo que Evola me enseñó y que veo también reflejado en Benoist: una necesidad interior irresistible de búsqueda de la objetividad. Ese empeño de ver el mundo tal cual es, sin prismas deformantes, sin ideas preconcebidas, sin filias ni fobias. Ese esfuerzo lo veo reflejado en cada artículo y en cada ensayo de Benoist. Somos hijos de nuestro tiempo, a nosotros corresponde entenderlo, percibirlo en su monstruosidad tanto como en su aspecto más seductor (la técnica, sin duda). Solamente la objetividad puede enseñarnos el camino situarnos dentro de ese mundo que no guiamos, ni controlamos, e insertar en él nuestra pequeñas vidas que, al menos, sí podemos intentar guiar y controlar.

Creo que esto es lo más interesante de Benoist. Me ha ayudado –nos ha ayudado a todos los que en algún momento hemos sido sus lectores– a entender mejor el mundo que nos rodea y las ideas que lo mueven.

No albergo la menor duda de que cuando dentro de unas décadas o de unos siglos, alguien intente hacerse una idea de cómo fue nuestra época, deberá recurrir necesariamente a los escritos de Benoist. Tengo ahora mismo, junto a la mesa de trabajo, el Vu de Droite. Sería difícil encontrar una guía más completa para entender lo esencial de los movimientos culturales que estaban en vigor en los años 70. A partir de los distintos artículos y ensayos que componen la obra (es una recopilación de textos publicados por Benoist hasta 1977) es posible entender el debate de ideas de aquella época con claridad meridiana.

Cabe decir algo precisamente, a propósito del título de esta obra y del movimiento que lo apadrinó: Vu de Droite, “nouvelle droite”… es evidente que estamos situados “a la derecha” del pensamiento. Eso suscita dos cuestiones: la primera es cierta perplejidad en relación a esta ubicación que puede surgir en un momento en el que resulta ya muy difícil distinguir entre “derecha” e “izquierda” si nos estamos refiriendo a ubicaciones políticas. La segunda tiene que ver sobre el papel político que ha tenido la obra de Benoist en Francia.

Hay algo en la “nouvelle droite” que es simétrico a la “vieja derecha”. Si ésta era anti–alemana, Benoist ha mostrado cierta predisposición hacia la filosofía alemana. Si la “vieja derecha” era católica, la “nueva derecha” ha reivindicado el paganismo. Mientras que la vieja derecha siempre ha sido reaccionaria y conservadora, Benoist no ha tenido el más mínimo empacho en criticar todo aquello que no vale la pena ni conservar, ni se ha preocupado de mantener cadáveres con vida. Cuando la “vieja derecha” ha mirado a los EEUU en búsqueda de protección, la “nueva derecha” ha realizado una crítica despiadada a la civilización americana y a lo que representa el americanismo. La idea de “nación” propia de la vieja derecha ha encontrado un eco en la idea de “Europa” en Benoist. Arraigo y tradición frente a progresismo y etnocentrismo. Podríamos seguir. Sin duda, en estos rechazos hay algún rastro de las decepciones que el equipo de la FEN y de Europe Action sufrió en los años 60.

Benoist ha intentado siempre, desde 1968, mantenerse al margen de los partidos y de las ideas partidarias, y siempre ha mantenido reservas en relación a aquellos partidos de extrema–derecha que fueron minúsculos en los años 70, resucitaron en los 80, oscilaron en los 90 y casi estuvieron a punto de desaparecer en el tránsito del milenio, para convertirse en formaciones de protesta en los últimos dos años. Es inevitable, pues, una referencia al Front National.

Benoist nunca tuvo la menor duda de que Jean Marie Le Pen pertenecía a la “vieja derecha”. Deploró el que algunos de sus antiguos compañeros ingresaran en el Front a finales de los años 80 y supo que tenía razón cuando se produjo la crisis que llevó a la escisión de Bruno Mégret a la que se sumaron todos aquellos cuadros procedentes de la “nouvelle droite”. El partido de Mégret fue “flor de un día” pero absorbió esfuerzos y energías dignas de mejor causa. Estuve como invitado en el Congreso del Front National celebrado en París el año 2000, poco después de la escisión, y pude percibir que el partido se encontraba desarbolado y sin cuadros, con un nivel político bajo, poca incidencia entre la juventud, y eran todavía muy perceptibles los destrozos ocasionados por la salida de los “mégretistas”. La edad media de los asistentes era elevada y algunas de las opiniones vertidas por el propio Jean Marie Le Pen, tanto en privado, como en sus intervenciones congresuales, me remitían a las que tantas veces había oído en España en los medios de extrema–derecha. La “gran esperanza blanca” en aquel Congreso era que Bruno Gollnisch asumiera la dirección del partido y diera un nuevo impulso.

Si el Front National sobrevivió esos años era porque respondía perfectamente a los intereses, los miedos y las aspiraciones de un sector de la sociedad francesa, permanentemente decepcionado por derechas e izquierdas, alarmado por el cambio de paisaje en las ciudades y por todas aquellas cuestiones que suelen preocupar a un público de derechas (orden público, delincuencia, decadencia en las costumbres, corrupción). No hacía falta para ello ni lucha cultural, ni gramscismo, ni difusión de ideas, bastaba con disponer de un abanderado y un tambor. Le Pen era ambas cosas.

Sin embargo, hubo que esperar hasta que Marine Le Pen asumió la presidencia del partido para ver que había habido algo más que el cambio del padre por la hija o de una generación por otra. Las opiniones de la nueva presidenta del Front National parecieron desde el principio mucho más ajustadas a la realidad presente que las de su padre, lo que unido, a la insatisfacción de la sociedad francesa por los problemas que se vienen arrastrando desde hace décadas, la falta de gestión eficaz por los partidos tradicionales, han convertido en el momento de escribir estas líneas a su partido en el primero en intención de voto en Francia. Pues bien, creo que ese vuelco político se ha producido, no por influencia de la “lucha cultural”, sino por degeneración del propio sistema político francés y por pérdida de influencia de los partidos que han gestionado la Quinta República en las últimas décadas. El hecho de que parte de las ideas que ha expandido Benoist desde los años 70, especialmente sobre la identidad comunitaria y el arraigo, hayan sido recogidas por algunos intelectuales que gravitan en la esfera del Front National y, más especialmente, los que se definen como “identitarios”, es quizás el premio de consolación. Cuando Benoist decía Nuestra identidad nacional no está en peligro debido a la identidad de los demás”, decía justo lo contrario de lo que dice el que parece es ya el primer partido de Francia en intención de voto.


Así, entre nosotros, he notado demasiada circunspección siempre en Benoist a la hora de tomar partido. Quizás aquel poema de Gabriel Celaya La poesía es un arma cargada de futuro (en sus Cantos Íberos de 1955) sería la mejor recomendación que le puedo hacer en esta obra colectiva: Maldigo la poesía concebida como un lujo | cultural por los neutrales | que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. | Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”. A fin de cuentas, quizás lo que ha faltado es “tomar partido hasta mancharse”…

(c) Ernesto Milá - infokrisis - ernesto.mila.rodri@gmail.com - Prohibida la reproduccion de este texto sin indicar origen.