viernes, 20 de mayo de 2016

Cinco series que (quizás) os puedan interesar


Se acerca una nueva y crispante campaña electoral. Hay que huir de ella como de la peste. Ya que con mi voto no decido nada –de la misma forma que un grano de arena no decide la forma de una playa y no representa nada ante la embestida de la mar– a lo único que aspiro es a que la partidocracia no entre en mi vida. Nada cambiará con el resultado ni con tu voto, no vale la pena escuchar a los políticos, porque cerradas las urnas, harán lo que les rote, no lo que han jurado y perjurado mientras estaban en campaña. No proponemos el desinterés y la inhibición, lo que estamos proponiendo es el apoliticismo en el sentido clásico (la palabra ya se utilizaba en la vieja Roma la Grande): apoliticismo era hacer gala de una sensación de orgulloso distanciamiento, en absoluto de desidia o ignorancia. Hoy, más que nunca, ese distanciamiento es justo, es necesario y es conveniente.

Nuestros amigos saben que no vemos la TV, entre otras cosas porque sabemos lo que nos gusta y lo que necesitamos y no tenemos la más mínima intención de que nos hagan tragar publicidad rompiendo series, despedazando películas y crispando al espectador. Plataformas digitales y programas peer to peer son las alternativas que siempre defendemos para tener lo que las televisiones generalistas no nos dan: programación a la carta, ver solamente lo que deseamos y lo que nos interesa, no aquello que otros nos han programado.

Ante la campaña electoral que se avecina, la mejor defensa es cubrir nuestro tiempo con películas, series, pero también con lecturas, actividades genéricamente culturales, y meditación. Un sitcom de 20 minutos nos evitará ver los espacios de publicidad gratuita de los partidos. Una película de dos horas, nos ahorrará el amargo trago de ver debates entre candidatos que nos convencerán de que ninguno de ellos es el mejor dotado para enderezar un país que se cae a pedazos. Una serie que veamos de corrido, sustituirá ventajosamente a la tele–basura y a la política–basura de cada día. De ahí que hayamos escrito estas líneas para paliar el amargo trance que tenemos por delante…


VER TELEVISIÓN ES UNA OPCIÓN, NO UNA OBLIGACIÓN. VER LO QUE DESEAMOS ES LA VERDADERA ELECCION

El problema de Netflix–España es que tiene una oferta de series extraordinariamente amplia, pero antigua. The IT Crowd, por ejemplo, conocida en España como Los informáticos, tiene diez años. Sus cuatro temporadas nos hicieron reír hasta herniarnos a los que amamos el humor inglés, pero ya está vista y bien vista, y puede encontrarse con facilidad en los programas peer to peer sin necesidad de abonar los 12 euros preceptivos a Netflix. A pesar de haberse rodado cuatro temporadas de House of Cards y ser producida por Netflix, la plataforma solamente tiene a disposición del púbico español las tres primeras. Y, en cuanto a The Bridge (El puente) está la versión danesa, pero no la americana.  Así mismo, de la interesante serie inglesa Broadchurch figura en Netflix la primera temporada pero no la segunda. Y así sucesivamente.

Netflix no es, desde luego, la solución completa para eludir las televisiones generalistas, a pesar de que supone un avance en lo que se refiere a tener una “televisión a la carta”. Para los amantes del cine y de las series de TV sigue siendo necesario, no diré, sumarnos a una plataforma multicanal, pero si utilizar el peer to peer (emule, torrents) para ver aquello que nos apetece.

Fácil lo pone, dicho sea de paso, TVE para ver su producción (recomendamos El asesinato de la calle del Turco que revive la muerte de Prim, si bien la masonería –que, de alguna manera, estaba implicada– no aparece por ninguna parte y, por supuesto, la serie histórica Silencio se estrena de Marsillach o las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador. Entre otras muchas, por supuesto.

Lo de hoy va de las últimas series que hemos visto. Las resumimos: cuarta temporada de House of Cards, segunda temporada de Broadchurch, las dos temporadas de Gotham, la segunda temporada de Fargo y la miniserie El Infiltrado. Si las hemos elegido es porque son las ultimas que hemos visionado y porque son completamente diferentes unas de otras, en su concepción y en su temática. Como siempre, en la variación está el gusto.



HOUSE OF CARDS, O CUANDO DESCIENDE LA TENSIÓN

Verán… la más decepcionante es, sin duda, la cuarta temporada de House of Cards, no es que sea mala, es que el ritmo narrativo y las sorpresas están por detrás de las tres anteriores. Falta algo y esa ausencia es, precisamente, lo que imprime carácter a las series televisivas. Si The Twillight Zone (1959–1964, La dimensión desconocida) o The Alfred Hitchcock Hour (1955–65, Alfred Hitchcock presenta) marcaron un antes y un después, fue porque en cada una de ellas el sufrido televisionario y el seriefilo impenitente eran sacudidos en cada entrega por lo inesperado, semana tras semana. Eso es lo que falta en la cuarta temporada de House of Cards. No es que haya descendido su nivel visual, ni la puesta en escena o el trabajo de los actores, es que, después de tres temporadas en los que “Francis Underwood” y su entorno aparecen como siniestros y simpáticos, psicopatones refinados y simples trileros de medio pelo, retorcidos y sinceros, resulta muy complicado sorprender a la audiencia. Además, las tres temporadas anteriores eran demasiado interesantes como para que fuera posible superarlas y la cuarta, más modesta en su concepción, da la sensación de no estar a la altura. Le ocurre como a Homeland cuya primera temporada fue demasiado magistral y, a partir de entonces, ya solamente quedaba recordarla mucho más que intentar lo imposible, esto es, imitarla.

De todas formas, la cuarta temporada de House of Cards es de visionado obligatorio para quienes se han sentido atraídos por las tres anteriores y aspiran a ver cómo termina la enloquecida aventura de Underwood–Spacey al frente de la presidencia de los EEUU.


BROADCHURCH O LA INGLATERRA PROFUNDA

Igualmente obligatoria es la segunda temporada de Broadchurch, ampliación y desarrollo de la primera. Los que recuerden a Charlotte Rampling en Portero de Noche o incluso El corazón del ángel, comprobarán que ha envejecido con dignidad y hoy, más incluso que en su juventud, puede percibirse ese porte distinguido y casi aristocrático que la acompaña. Es, seguramente, el regalo que más se agradece en esta segunda temporada.

Quizás el desarrollo de esta temporada sea algo más embarullado y menos intrigante que la primera, pero, con todo –y a pesar de tratarse de una serie con un presupuesto tirando a modesto– el resultado final es globalmente positivo. Se desvelan algunos cabos que quedaron pendientes en la primera temporada y aparecen personajes nuevos –la Rampling no es la única novedad– que enlazan con fantasmas del pasado. Broadchurch nos muestra cómo una serie sin muchas ambiciones y sin un presupuesto de campanillas, puede satisfacer al público y recuperar, con mucho, la inversión. Basta, en principio, con que la guionización y el casting sean buenos.

¿Cuál es el secreto de Broadchurch y por qué nos gusta? Simplemente por su coherencia interior. Los personajes ni son superhéroes, ni siquiera policías implacables, son simplemente tipos normales, como usted y como yo, oriundos de la Inglaterra profunda; han visto como en su pequeña comunidad aparecen más cadáveres de lo que la estabilidad emocional de todo el pueblo se puede permitir.

En esta segunda temporada los asesinados son pocos y se tiende a insistir en la tensión y los aspectos psicológicos de los protagonistas. Incluso los criminales parecen de carne y hueso. Pero no existe en la película afanes disculpatorios: los asesinos no son vistos con ninguna simpatía, ni presentados con rasgos que resulten agradables, simplemente son mediocres, manipuladores como máximo, y no particularmente inteligentes, vulgares en definitiva. La película está filmada con extremo realismo: lo que narra puede haber sucedido en el Reino Unido o en cualquier pequeña comunidad. Los personajes serían los mismos y reaccionarían de maneras idénticas. Esa es la habilidad de Broadchurch: hacer parecer como posibles hechos traumáticos.


FARGO, UNA VEZ MÁS, LA LOCURA AMERICANA

La diferencia entre Broadchurch y la segunda temporada de Fargo es flagrante: las dos series están ubicadas en territorios bastante aislados, lejos de la modernidad; nos muestran a personajes casi lineales en su simplicidad; pero la “Inglaterra profunda” no es la “América profunda”. A pesar de que el Reino Unido es hoy un crisol de razas (no es por casualidad que el recién elegido alcalde de Londres sea originario del Paquistán), los “malos–malotes” que aparecen en Broadchurch siguen siendo ingleses de los de toda la vida. En cambio en Fargo, los hermanos Cohen disfrutan colocando a toda gama de criminales multiculturales salidos de todas las comunidades étnicas que pueblan la “América profunda”: mafia alemana, gánsters judíos, sioux implacables, el afroamericano que maneja el Colt y la astucia con similar destreza, y luego los WASP que casi son testigos pasivos, criminales fortuitos o víctimas inocentes, de los luctuosos sucesos que narra la película y de los que se dice que ocurrieron realmente en 1979.

Fargo, en sus dos temporadas, es, sencillamente, genial, sin un fallo en su guionización, con unos rasgos tan perfectamente representados que se diría que los guionistas han conocido a los protagonistas verdaderos de la trama. Aquí sí que hay efusión de sangre, incluso hasta la saciedad. Algunas de las tomas y de los encuadres son antológicos, no falta ni sobra nada, los diálogos son vivos, ingeniosos, sorprendentes, como si cada frase fuera un golpe de cincel para perfilar mejor al personaje y a la situación; la ambientación y la banda sonora, realmente, brillantes; el guion alterna de manera deliberada paz y armonía con brutalidad, sobresaltos y siempre, absolutamente siempre, la llegada, nunca se sabe de dónde, de lo inesperado. Además, la serie tiene otra virtud, es regular: no existen episodios o temporadas mejores o peores, las dos filmadas con su veintena de episodios, son igualmente interesantes. Sería imposible establecer en cuál de todos ellos lo hemos pasado mejor.  Una segunda temporada que gustará a los que vieron la primera y que creará ansiedad por verla en quienes se hayan enganchado en esta segunda sin conocer la primera.


GOTHAM, EL PARADIGMA DE NUESTRAS CIUDADES OSCURAS

Casi lo mismo cabria decir de Gotham, la serie diseñada por Bruno Heller (le rubicundo prota de El Mentalista). Reconocemos que no dábamos dos euros por esta serie. Los superhéroes cansan al poco rato y el equipo de efectos especiales los hace volar, pegarse como lapas a no importa dónde, transformarse en cualquier cosa o simplemente alardear de sus “superpoderes”, pero al cabo de media hora todo se convierte en repetición. La fascinación inicial pasa a ser hartazgo (como en ese engendro de Batman contra Supermán). Además, la serie televisiva Batman (1966–68) protagonizada por Adam West (al que acabamos de ver en un cameo en la última temporada de The Big Bang Theory, ironizando sobre sí mismo) y las distintas entregas que han proliferado en los últimos años sobre el personaje en la gran pantalla, parecían dejar poco espacio para la originalidad. Y, sin embargo, las dos temporadas filmadas han dado otra versión de esta historieta.

Cabría considerar a Gotham casi como la precuela de todas las versiones que nos muestran a Bruce Wayne convertido en Batman. Aquí, Bruce es un adolescente, El Pingüino es mucho más atractivo que en la versión de Tim Burton (Batman vuelve, 1992); El Enigma es incomparablemente más inquietante que en cualquier otra versión anterior. Y la futura Catwoman resulta terminar unida por un amor adolescente con el futuro Batman. Pero lo importante, y aquí reside el acierto de Bruno Heller, no es centrar solamente la serie en los personajes, sino en la ciudad Gotham.

Uno tiene la impresión, mientras visiona las dos temporadas de esta serie, que está soñando y no puede despertar de su sueño. Como si cada noche, al dormirnos viéramos algún barrio nuevo de esta ciudad en nuestras pesadillas. Poco a poco vamos conociendo su arquitectura monumental, sus barrios bajos, sus gentes, sus villanos; Gotham cada vez tiene menos secretos para el espectador, a pesar de que todo en ella es desasosiego y sombras. Lo más inquietante de la ciudad es esa permanente oscuridad que remite inevitablemente a Dark City (1998) o a los paisajes urbanos de Metrópolis (1927); una perpetua noche se cierne sobre Gotham, como si sus habitantes jamás tuvieran la esperanza de ver la luz del Sol o como si el Sol no existiera para esa ciudad maldita. Con una estética gótica y una arquitectura monumental, la producción ha cuidado hasta los más mínimos detalles del mobiliario y de la decoración. Cada escena es casi una postal que enviaríamos a casa o fijaríamos en nuestro móvil, si pudiéramos viajar a la ciudad de las tinieblas.

Situada en un tiempo indefinido, imposible de fijar en el calendario, cada entrega es, como mínimo, tan inquietante como la anterior. Aquí no hablamos de la irrupción de lo inesperado en cada capítulo, sino del permanente sobresalto en el que vive el espectador. Cuando un personaje ya no puede dar más de sí, simplemente, desaparece, muere, o simplemente entra en barbecho para reaparecer cuando ya lo hemos olvidado. Gotham, créanme, es una gran serie: no solamente satisface a quien la ve, sino que, además, atrapa: la ciudad de las sombras, la ciudad gótica de arrabales infestados de malvados, manicomios rebosando locuras y comisarías albergando la corrupción, se parecen cada día más a nuestras grandes ciudades.

Los políticos, por supuesto, son pintados como desaprensivos, la industria (Industrias Wayne) no es menos corrupta, el futuro proyecta más sombras y oscuridad, siempre oscuridad. El Sol está ausente. Casi es la perífrasis simbólica de las grandes capitales, con glamour pero sin humanidad, ciudades en la que la bondad y todo lo que había sido imprescindible hasta ahora, se ausentó sin dejar señas. Incluso los “buenos” se ven obligados a ser tan malvados como los más malvados, simplemente para sobrevivir y por puro hartazgo.


EL INFILTRADO, UNA MINISERIE INTERESANTE

Por último, la miniserie de TV, El Infiltrado, protagonizada por el actor de moda, Tom Hiddleston y el otrora Doctor House, Hugh Laurie, nos sitúa ante una ficción política que empieza con la “primavera egipcia” (¿Por qué le llaman “primavera” si fue un infierno?). La miniserie es brillante en su concepción, trepidante en su realización y con una buena arquitectura interior y un ritmo narrativo intenso.

El infiltrado, como Broadchurch, demuestra que se hacen muy buenas series en el Reino Unido y que vale la pena verlas. La serie nos sitúan ante una trama en la que los servicios de inteligencia y sus filtraciones, los traficantes de armas de alto standing y los espontáneos se entrecruzan. Por cierto que Olivia Colman, protagonista de Broadchurch, aparece aquí como la agente que recluta al bueno de Hiddleston para que se infiltre… Ir más allá de estos datos seria “reventar” la película, o como dicen los snobs “hacer spining”…

Seguramente una parte importante del interés de la serie radica en que el guión se basa en una novela de John Le Carré. El escritor parece concebir sus novelas para ser llevadas al cine. La cámara acompaña a los personajes de un lado a otro del planeta, nos muestra una realidad maniquea y polarizada, sin términos medio: los “buenos” lo son a más no poder y los “malos” resultan pérfidos hasta en sus comentarios más banales. Se ha hablado de Hiddleston como el “próximo James Bond” y en esta miniserie hace méritos para ello. Tiene la elegancia necesaria y esa carga de dinamismo y refinamiento que constituyen lo esencial de 007. Actor polifacético, su interpretación en la película gótica La cumbre escarlata (2015) o en High–Riser (2016), figura entre lo más interesante de ambas cintas. Y tiene gracia, porque una está ambientada en el pasado, hará más de cien años, y la otra en un futuro imperfecto y distópico. En ambos casos Hiddleston cumple como los buenos y demuestra su potencial.

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Alguien preguntará ¿por qué comentar estas series y no otras? Es simple: para los que tenemos a gala ser seriéfilos impenitentes, ver una temporada o una miniserie es casi una necesidad. No son las únicas que hemos visto (desde luego Los casos de El Caso, figura entre la producción nacional como de las más interesantes, si bien, en el reportaje que le precede, algunos de los entrevistados, entre los que figuran guionistas y un antiguo director de la revista, muestran o una ignorancia supina o una voluntad tergiversadora de lo que fue aquellos años; en cuanto a la serie en sí misma es digna y confirma lo que siempre hemos dicho: que en España el mejor cine que se hace es el género negro), pero si las que hemos visto en la última semana.

Hemos iniciado otras, pero hemos desistido al primer episodio ¿sus nombres? No vale la pena darlos. Como dice aquel viejo proverbio chino: “Allí donde las montañas son altas, los valles son profundos”… Donde hay buenas series, también, necesariamente, debe de haber otras infames. Pero ¿quién se acuerda de ellas? O ¿para qué recordarlas? Solamente al universo gay le puede interesar una serie tan ramplona como Modern Family y solamente un universo poco exigente puede aceptar que le endosen día tras día Cómo conocí a vuestra madre. En ambas, los destellos de ingenio se hacen esperar más que una dispensadora de refrescos en el desierto. Y, sin embargo, andan cubiertas de premios increíbles. Créanme: no vale la pena ver todo lo premiado; mejor fiarse de los propios gustos. Y estos han sido los míos de este mes en cuestión de series.  Hay otras, pero éstas, os las recomiendo.